El Jardín

Los olivos son el paisaje de Saramago.

Cuando José Saramago llegó a esta finca, el suelo era un erial, pero con agua, tierra traída en camiones para ayudar la secura de lo que parecía piedra, mucho mimo y constancia fueron creciendo los árboles que se iban plantando. Sin demasiado criterio al principio, dejándose llevar por emociones, palmeras, porque son de aquí, pinos canarios, un granado de Granada, dos membrilleros: uno como homenaje a Antonio López, que trató de atrapar la luz sobre un membrillo; otro para Víctor Erice, que filmó la imposibilidad del proyecto en una película que Saramago colocó entre sus preferidas: El sol del membrillo. Luego se plantaría un olmo, en homenaje al sobrino Olmo que nació en Lanzarote; un alcornoque, semilla que Saramago colocó en una maceta y creció tanto que enseguida hubo que trasplantar al jardín y hoy es un árbol que hace sombra a los demás, y, sobre todo, los olivos, dos olivos portugueses, dos andaluces, aunque un olivo andaluz voló —literalmente voló— un día de tormenta.

Los olivos son el paisaje de Saramago. En su Azinhaga natal eran “los árboles” por excelencia, extensiones de paisaje cubiertas de olivos centenarios, rugosos, que daban aceitunas, aceite, trabajo y frescor en verano, que permitieron al niño José Le gustaba sentir el viento, saberse vivo, mirar el mar, pensar que el mundo puede tener remedio, que la humanidad que transportamos debe prevalecer sobre la maldadSaramago ver un día un lagarto verde y entender que había acabado el tiempo de la infancia y que desde ese día sería un hombre de palabra porque por vez primera se la pidieron y él la dio. Este episodio está contado en Las pequeñas memorias, el libro de los primeros recuerdos, esos que acompañaron a Saramago siempre, porque, decía, todos seremos mejores si vamos de la mano del niño que fuimos. En la Azinhaga recuperada que para José Saramago fue Lanzarote, estos olivos tenían un valor sentimental que es mejor sentir que describir, eran queridos, acariciados, valorados. Al final del jardín está la piscina donde Saramago solía nadar por las tardes. Luego se sentaba junto a la piedra grande que quiso que se quedara en medio de todo. Le gustaba sentir el viento, saberse vivo, mirar el mar, pensar que el mundo puede tener remedio, que la humanidad que transportamos debe prevalecer sobre la maldad, subir a casa y escribir eso mismo en el blog, o antes, en sus Cuadernos de Lanzarote, el día a día de un hombre que nunca se cansó.

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Jardin I
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