La alumna del IES Las Salinas, Mónica Suárez Martín, ha sido una de las finalistas del I Premio de Narración Corta José Saramago con su relato:
«Génesis de un subconsciente protervo»
Observo las llamas que resplandecen bajo la oscuridad estrellada de la noche. Escucho los llantos, los gritos; el caos proveniente del fuego que consume el pueblo y lo reduce a cenizas. Soy la profecía del Raad, de ese consejo dictatorial que subyuga a las civilizaciones de inmortales que habitan este mundo: Onderwereld. Lo sé y no me importa. Carezco de emociones que me hagan sentir culpable; la culpa es una carga inútil demasiado pesada. Sólo siento esa indeleble sed de venganza que me roe el corazón. Cuanta más destrucción dejo a mi paso, más vacía me siento. Nada es suficiente. Todos cuantos caen ante mí creen esa estúpida predicción del Raad. Soy parte del conjunto de inmortales que propiciarán el apocalipsis. Cohorte exánime: soy la única que ha sobrevivido a sus corruptas garras, a sus trampas. Todos cuantos me han precedido han acabado con los dos pies en la tumba. Sin excepción. Ahora me temen; temen haber jugado con fuego y haberse quemado. Soy poderosa. Puedo manipular cualquier emoción ajena, realizar saltos metafísicos en el espacio, controlar la energía del medio y utilizarla a mi antojo; sé luchar. Es más, mis habilidades no se ven afectadas por los límites de ambos mundos. Soy el temor de la población, como una vez lo fue mi familia hace décadas. El Raad les obligó a huir, a cobijarse en la realidad de los mortales. Si no querían morir, no podían dar señales de vida. Sin embargo, los límites de Onderwereld sí les fueron impuestos y sus poderes quedaron relegados al olvido. Allí crecí yo; tierra de desgracias, tierra de oscuridad. Tierra de Hispania.
Aún recuerdo los días de entrenamiento junto a mis hermanos, entonces convertidos en mortales; sus risas perdidas en el transcurso del tiempo. La mía nunca volvería a ver la luz. Aprendí a tomar las riendas de mis habilidades y a disparar el arco; más tarde a portar la espada, esto último junto a Frederic, mi hermano. Aún duele percatarme de que ya no están, ni estarán por mucho que alimente mi sed de venganza. Nada los hará regresar. Años más tarde, una española se coló en su corazón y se instaló en nuestra casa. Siempre supuso una fuente potencial de problemas, hasta que estos se hicieron inminentes. Sé que fue un error mortal; sé que debería haberme asegurado de que no estaba a mi alrededor antes de realizar el salto, pero la costumbre nos hace torpes. Lo vio y las acusaciones pesaron en mi contra, en la de todos nosotros. Nos pusieron bajo arresto con cargos de brujería y herejía. No luché; sería peor si confirmábamos el rumor que salió de boca de Isabel; quizás vieran que no era más que una equivocación. La puta Inquisición era más complicada de convencer que la zorra de mi hermano. Nos encerraron a todos juntos y comenzaron a interrogamos por separado. No les gustaron las negaciones y pasaron a la acción. Me rociaron con agua bendita, pero no surtió efecto: no era más que agua. Luego llegaron las torturas. Félix murió por gangrena, a sabiendas de que si hubiera sido inmortal hubiese sido imposible. Aún siento el desgarro que me produjo su muerte. Decidí rebelarme, harta de la infracción que cometían contra nuestros inexistentes derechos. Me ganaban en número y la paliza me dejó inconsciente.Pero ya era demasiado tarde; no había retractación posible. La espuria verdad fue arrancada a golpes y la condena infligida. Décadas después y mi memoria sigue regalándome el recuerdo cada noche. El fuego que ahora tengo ante mis ojos anegados en sombras despierta en mí el infausto recuerdo.
Calor; fue lo primero que sentí. Un calor abrasador bajo mis pies. Intenté alejarme, pero no pude mover un solo músculo. Estaba atada. Abrí los ojos abruptamente con el miedo cortándome por dentro como una hoja de acero. El resplandor del fuego me hizo apartar la mirada rápidamente; sin embargo, no encontré refugio en la oscuridad. Todo resplandecía con demasiada fuerza. El tono rojizo y anaranjado del fuego se reflejaba allá donde fuese: en las armaduras de los soldados, en las túnicas blancas de los clérigos, en decenas de caras desconocidas vestidas con harapos viejos. Bajé la mirada intentando no perder la batalla contra el terror que corría por mis venas mientras los frenéticos latidos de mi corazón retumbaban en mi cabeza como un constante martilleo. Fuego. El calor se propagó por mi piel. Alcé la cabeza, soportando las quemaduras que comenzaban a adornar mis pies, y me percaté de que no estaba sola. Otras tres piras me acompañaban como una pintura sombría y dolorosa. Escuché las risas de los humanos que nos observaban. Luego llegaron los gritos, y el mundo me sepultó como una enorme ola oscura. Los conocía.
Mi mirada encontró la de Ashley, anegada en lágrimas, con el reflejo del fuego en sus ojos. ¡No, maldita sea; así no! Con el miedo y el dolor atascados en la garganta, hice lo único que se me ocurrió: desintegrar mi cuerpo, saltar. Alejarme del calor de las llamas para poder alejarlos a ellos. El sobresalto general hizo que el silencio se extendiera entre las bestias con rostro humano que observaban ajenos al dolor. Sólo quedaron los gritos y el fuego de las hogueras. No eran tres, sino seis. La parálisis de las tropas voló y los soldados se abalanzaron sobre mí, dispuestos a detener al demonio que acababa de confirmar los rumores. Finté entre ellos, rozando sus aceros, saltando, intentando llegar a las demás piras. Las ansias de supervivencia tomaron el control, aislándome de las furiosas órdenes de los soldados y los gritos asustados de los humanos. Tenía que salvarlos.
Las llamas me envolvieron de nuevo. Abracé el cuerpo ardiente de Ashley, fundiéndome dolorosamente con el fuego, y desaparecí. Mis brazos se quedaron vacíos al instante. Observé las pequeñas ampollas que adornaban mi piel, las quemaduras. Los gritos atrajeron de nuevo mi atención. Giré en medio del círculo de fuegos y me abalancé sobre otra de las piras. Estreché el cuerpo de Hayley con fuerza y desaparecí con las manos vacías. Lo intenté una y otra vez, pero el resultado siempre era el mismo. El miedo y la rabia estallaron en mi interior y se propagaron como una enfermedad. El mundo enloqueció; los soldados comenzaron a luchar entre sí y la gente huyó despavorida. Los gritos se confundieron. Se formó el caos más absoluto. Salté sobre el fuego y abracé a Ivan entre lágrimas. Después, nada. Caí de rodillas mientras veía ascender las llamas, escondiendo sus cuerpos. Mi agonía cortó el aire en forma de grito. No podía rendirme; no podía dejarlos morir. Me abalancé sobre las piras con mayor ímpetu. El fuego me tragó, la abracé, y antes de desaparecer su desgarrada voz llegó hasta mí.
-Huid, Skyler. -¡No! Su cuerpo se disolvió entre mis brazos. Alcé la vista y observé cómo su mirada se despedía de mí, cómo se apaga; cómo se le iba la vida sin que yo pudiera hacer nada.
El olor a carne quemada se me atragantó y comencé a toser. Me volví hacia otra pira incapaz de rendirme. Reaparecí entre las llamas y abracé a Frederic con fuerza. Sus labios se movieron pero los gritos ahogaron las palabras. Desaparecí con las manos ardiendo y vacías. Mis rodillas golpearon el suelo ante mi inminente fracaso. Grité con la angustia quemándome el alma, hasta que los gritos se apagaron como las luces que los hacían brillar. No pude sino observar cómo mi familia se convertía en humo y cenizas mientras sus palabras quedaban grabadas a fuego en mi corazón.
-Hasta siempre, hermanita.
El estruendo del pueblo al carbonizarse a mis pies atrae mi atención. Dirijo una última mirada a los cadáveres calcinados que alimentan la macabra escena y le doy la espalda con estoicismo. Mis pasos me alejan de la destrucción que ahora crea mi odio, mi frialdad. Soy la efigie en un cristal maldito de aquello que juré asesinar. En mi mente, sólo otro objetivo más que sumar a la ruina. Es el único motivo que me mantiene con vida; el único por el que he ganado el sobrenombre con el que me conocen aquellos que me temen; el que me ha convertido en la profecía del Raad.
Muerte.