Esta narración ganadora del I Premio de Narración Corta José Saramago corresponde a la alumna Jennifer Dieste Muñoz del IES Blas Cabrera Felipe (Arrecife).
«La nostalgia mata más que cualquier vicio»
Si todavía te acuerdas de mí, aunque mi reflejo aparezca difuso en tus pupilas, o el eco de mi voz se distorsione en tus oídos y mi faz ya no logre atravesar tus retinas con la misma intensidad con la que solía hacerlo antes, a pesar de que mi lánguido recuerdo parpadee en tus sienes únicamente durante un fugaz desliz de tus sentidos y sea de forma inconsciente y momentánea, por favor, aunque así sea, llámame. Me he pasado la noche contando estrellas, recordando como las yemas de mis dedos dibujaban constelaciones entre los lunares de tu espalda. Y todavía mantengo la esperanza de que cien amaneceres en vela después, el teléfono suene y seas tú esta vez, susurrándome que quieres volver. Pero esa llamada nunca llegaba, y a medida que pasaban los días, mis ilusiones se mermaban con la débil luz del alba.
-Habrá colapsos en la línea- me repetía instintivamente, en un intento nulo por alentarme. Incluso recuerdo una ocasión, en la que llegué a acusar al vecino, (ese jubilado huraño del cuarto piso), de espionaje y hurto de mi correspondencia. Por si acaso, ya sabes. Esa apariencia suya de frágil es solo una tapadera, que no te engañe. Las noches en las que yo no podía dormir por culpa de tus caderas, me entretenía en mirar por las rendijas de la contraventana que dejaba semiabiertas, y podía ver como su silueta iba pululando de aquí para allá. Y vaya trajín que se traía aquel vejestorio. Veía como vaciaba el sintrom en frascos de cristal que, más tarde, acababa lanzando por el patio entre sollozos ahogados. La soledad, pequeña, es la peor compañera que puedes elegir, siempre acaba haciéndote perder la cabeza. Yo lo entiendo a la perfección. Algo tendría que hacer aquel pobre hombre para matar el tiempo, antes de que fuese este quien se encargase de destruirlo a él. Imagínate que locura, pero lo que más me asusta, es acabar contagiándome yo también. Y es que tú, cariño, eras esa clase de vicios de los que, según dicen, no debe abusarse. De esos vicios que te consumen lentamente y acaban destruyéndote, pero venías sin prospecto y claro, la curiosidad mató al gato. Así que, como es lógico, después de probar acabé con ansias de más. Ahora dime si existe, acaso, algún antídoto más dulce que la melancolía con canciones tristes de fondo, algo más dulce que esos domingos de resaca en los que el alcohol te vuelve endeble y la lluvia araña tu alma. Ahora, las ojeras barnizan mis párpados y yo le explico a Orión que tú eras la única que sabía cómo robarme sueños de amaneceres a su lado, la única por la que el insomnio calaba en mis huesos como la escarcha de madrugada, que se hacían interminables esas noches que pasaba acogiendo en mi cama a la nostalgia en vez de a ti, y que ojalá estuvieras aquí… Mis pasos ya no siguen el compás de mis pisadas, las huellas se disipan al final del camino y yo voy retrocediendo con ellas, porque temo acabar perdido. No te imaginas la cantidad de noches que has sido la protagonista de mis sueños y la culpable de mis desvelos.
¿El motivo del mensaje? seré breve esta vez, te lo prometo. El motivo eres tú. El motivo es que te echo de menos y culpo al álgido invierno por disolver el vago rastro de tu perfume que conservaba entre las sábanas. Y creo que he perdido la cabeza. No sé si antes o después de las llaves, y tampoco sé con certeza en qué bar fue, ni cómo era el nombre de la última calle que pisé estando borracho. A ratos, me busco excusas y me hago listas de propósitos que ya sé de sobra, no cumpliré, así que acabo abriendo las de reproducción y subiendo el volumen a la música, para acallar los gritos de remordimiento que me devoran por dentro.
Pero todavía me duelen algunas canciones y cuando saltan, las paso con prisa, me confieso incapaz de eliminar algo que traía consigo tantas sonrisas. Y otra vez me invade el mismo recuerdo imborrable, esos ojos verdes devorándome, mis manos recorriendo cada milímetro de tu cuerpo, haciendo inventario de cada uno de los pliegues de tu piel. Comienza a sonar »Stand By Me» de John Lennon, y siento un escalofrío subiéndome por los pantalones. Y ahora, con un peta en la mano, vomito reminiscencias en formatos de papel Din A4 cuadriculados. Y te prometo cariño, que este no es el papel más barato que últimamente me he encontrado. Mientras fumo, recuerdo entre caladas el timbre engatusador con el que solías rogarme que lo dejara. Y aquí te encuentro otra vez, haciendo de las tuyas, o de las mías, más bien. Estoy repasando los viejos teléfonos a los que solía llamarte, antes de que tú misma me prohibieras volver a hacerlo, pero a pesar de prometerte no volverlo a repetir, esta noche la tentación me tiene como rehén de nuevo. El único problema, es que la voz del contestador no es capaz de consolarme, al menos no como tú solías hacerlo, coge el maldito teléfono. Estoy muriéndome por desnudarte de nuevo, una lástima que mis manos solo puedan tocar estos versos. Esta noche, presiento, me sangrarán los dedos.
¿Te cuento un secreto? Tengo apiladas en el cajón de la mesilla un puñado de cartas que nunca llegaron a su destinatario, cargadas de sentimientos mojados (a escupitajos de rabia), que no tuvieron la oportunidad de ser confesados. Cuadernos de poesía hecha pedazos. Uno dispone de demasiado tiempo libre cuando está solo, así que acabas aislándote, divagando entre tus propios pensamientos y encerrándote en cursiladas y parrafadas de tres al cuarto que desnudan tu ánima, y a veces, tu propio estado de ánimo. Y yo ya no sé por dónde ando. O la cantidad de líneas que escribo. Ni después de cuantas copas dejé de echarte de menos, (aunque todavía lo sigo haciendo). Ya he perdido la cuenta de bares que me habrán cerrado sus puertas de madrugada, cuando nadie tenía consuelo para este pobre borracho. También he desistido en mis absurdos intentos por arrancarme las vísceras a bocados, para dejar que el resto del mundo me vea por dentro, tal y como yo lo hago. Cielo, el alcohol puede ser tu peor enemigo o tu mejor aliado, pero con siete cubatas encima, uno ya no distingue entre musas y putas. El hígado se resiente, pero es el único modo de recordarte sin que se haga doloroso. Hay algo, sin embargo, que me hace conservar la cordura del sobrio, y consiste sencillamente en un nombre propio. Solo quería hacerte saber, que ciento y una noches después del primer día, tu herida continúa sangrando sin tregua, y ya no me quedan tiritas.