
Compartimos el relato que de este hecho tan señalado recoge Fernando Gómez Aguilera, director de la Fundación César Manrique (Lanzarote), en el libro «José Saramago en sus palabras» (pág. 443/5):
El día 8 de octubre de 1998, la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura “por su capacidad para volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”, según argumentó su secretario Sture Allen. El escritor recibió la noticia de boca de una de una azafata en el aeropuerto de Frankfurt, cuando se disponía a regresar de la Feria del Libro a su casa de Lanzarote. Representaba el primer Nobel para las letras portuguesas. Pronto, tras conocer el fallo del jurado, Saramago manifestaría: “Tengo la conciencia de que nunca nací para esto”, y pondría el premio al servicio de su lengua, reconocida a través de su trabajo. El novelista de Ensayo sobre la ceguera insistió en que no se produciría ninguna ruptura ni con sus convicciones comunistas ni con sus posiciones públicas de compromiso, como efectivamente así ocurriría.
En diciem
“Aquí no sólo se presenta un señor portugués, autor de libros, Premio Nobel de Literatura. Se presenta él, pero también se presenta el ciudadano portugués, que ya estaba preocupado como ciudadano antes de que le dieran el Premio Nobel. Se presentan dos que viven en la misma persona: el autor y el ciudadano”.
Saramago supo moldear el perfil de un Premio Nobel cercano, solidario, generoso y visible, en sintonía con su personalidad. Un escritor laureado, movido por una voluntad de servicio, de quien el crítico norteamericano Harol Bloom diría, complaciente, en 2001: “Entre los más recientes, el único Nobel concedido el de Saramago, que lo honró más que el Premio a él. No hay novelistas en el Nuevo Mundo, Brasil, Argentina, Colombia, Estados Unidos, Australia, ni siquiera en Europa occidental, tan modernos como él: ¡Se ha dado el Nobel a personas absurdas tantas veces!”.
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